“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21.23)
Alguien puede presentarse ante Dios como una ofrenda como Caín (Génesis 4:3)
Dejar Sodoma como la mujer de Lot (Génesis 19:26)
Llorar como Esaú procurando la bendición (Génesis 27:38)
Decir que desea morir la muerte de los rectos como Balaam (Números 23:10)
Ministrar las cosas santas como Coré (Números 16:9)
Profetizar como Saúl (1 Samuel 10:10)
Hacer largas oraciones como los fariseos (Mateo 23:14)
Ayunar y dar diezmo de todo cuanto gana (Lucas 18:12)
No estar lejos del reino de Dios como aquel escriba que le preguntó a Jesús cual era el primer mandamiento (Marcos 12:28-34)
Ser un discípulo y estar entre los discípulos como Judas (Hechos 1:25)
Bautizarse como Simón el mago (Hechos 8:13)
Tener celo de Dios, como lo tenía Israel (Romanos 10:2)
Esperar al Señor como las cinco vírgenes insensatas (Mateo 25:1-13)
Y sin embargo, no ser un hijo de Dios y estar perdido… ¡Qué terrible es eso!
Las Escrituras son claras al respecto: La salvación es para todo aquel que cree en Jesús verdaderamente en su corazón. “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, Dios le ha dado potestad de ser llamados hijos de Dios” (Juan 1:12) Solamente a ellos, les da esa potestad o derecho, pues, todo lo demás, como lo muestran las Escrituras, sin haber creído verdaderamente, ni aceptado a Cristo como único y suficiente salvador no salva a nadie.
Pensamientos para reflexionar