“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:16,17)
Jesús, el Hijo de Dios, no vino enviado por el Padre para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. ¡Qué maravilla!
Cuando la Biblia declara tan maravillosa noticia, lo hace justamente porque podría haber sido todo lo contrario. Con justa razón Dios podía haber enviado a su Hijo para condenar al mundo, debido a la respuesta que ha tenido de parte de los hombres a través de los tiempos y de los distintos tratos con la humanidad.
La historia del hombre y sus responsabilidades para con Dios, no comenzaron cuando el Hijo de Dios descendió a nosotros para tomar un cuerpo, naciendo en el pesebre de Belén. Sino desde el principio de la creación del hombre. Una y otra vez el hombre le falló a Dios. En la inocencia en el huerto del Edén y con plena conciencia de pecado luego. Bajo el gobierno de los jueces como de reyes. Sin ley, y bajo la ley. El hombre ha sido pesado en la balanza de Dios y hallado falto.
El Hijo enviado del Padre podría haber descendido en juicio, y hubiera sido justo, pero, sin embargo, descendió en gracia, para salvarnos, para morir por nuestros pecados sustituyéndonos. Dios castigó en él (Isaías 53:5) lo que debía castigar en nosotros. Por eso, la única forma de ser librados de la condenación, es reconociéndolo y creyendo en él como Salvador.
Pensamientos para reflexionar