
“Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.
Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:26,27)
Hay personas, que comienzan a frecuentar las reuniones cristianas, y en ellas se nota un cambio. Abandonan viejos hábitos y adoptan nuevos comportamientos. Sin embargo, todo esto puede ocurrir sin haber pasado de muerte a vida.
Hay quienes confiesan que desde que empezaron a ir a la iglesia cambiaron. Esto está bien, y suele ocurrir, porque todo lugar que nuclea a personas, las aconseje, consuele y contenga; influye en el comportamiento de los que asisten.
El verdadero cambio, es algo más profundo. No se produce porque uno “empieza a ir a la Iglesia”, sino porque se ha recibido a Cristo.
Quien recibe a Cristo como Salvador y pasa de muerte a vida, experimenta un cambio notable. Ese cambio, es completo, radical, proveniente de la posesión de una nueva naturaleza, la naturaleza de Cristo.
El cambio que produce Dios, es el único verdadero, capaz de hacer que el hombre rechace lo malo y se goce en lo bueno.
Sin Cristo, también la gente puede modificar sus costumbres, abandonar ciertos vicios y esforzarse para vivir correctamente. Lo que no podrá sin Cristo, es mantenerse en esos propósitos, ni ser capaz de discernir lo malo y obrar lo bueno según el pensamiento de Dios.
No podrá tener nunca aberración al pecado, como lo tiene Cristo, por una cuestión de naturaleza. Su naturaleza pecaminosa, la incitará de continuo al mal.
Pensamientos para reflexionar