
“Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13.15)
“Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26)
Un niño de la congregación, hizo una observación muy interesante. Dijo que lo que más llamaba su atención, es que siempre en las reuniones de adoración se terminaba hablando de Cristo en la cruz… A esta observación se la festejó con sonrisas y sirvió de oportunidad para aclarar a toda la concurrencia, una verdad capital que el niño notó y que no sucede por casualidad. Cristo y éste crucificado (1 Corintios 2:2) es el hecho fundamental donde todo se centraliza.
En las reuniones se hace memoria del Señor, y se lo alaba al contemplar sus grandezas. Lo contemplamos descendiendo del cielo para nacer como un hombre semejante a nosotros excepto el pecado. (Hebreos 4:15) Lo contemplamos en su crecimiento, su desarrollo perfecto, su ministerio y sus manifestaciones evidentes de que verdaderamente era Dios con nosotros (Mateo 1:23) Sin embargo, que descendiera del cielo, se haya manifestado perfecto y nos haya dejado ejemplo como hombre perfecto, no salvaba a nadie. Muy por el contrario, hacía mas evidente lo torcido de nuestro comportamiento y nos mostraba en ese gran contraste, más responsables y aborrecibles (Tito 3:3)
Por eso fue necesario que aquel hombre, Cristo Jesús, muriera por nuestros pecados y que, con su muerte, lo cambiara todo. Él, como cordero de Dios quitó de en medio el pecado. (Hebreos 9:26) Debido a eso, los cristianos adoramos siempre proclamando su muerte y su resurrección.
Pensamientos para reflexionar