
“Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista” (2 Timoteo 4:1-5)
Tenemos siempre la necesidad de seguir predicando el evangelio aún a los que dicen ser creyentes, porque, aunque parezca una contradicción, hay muchos creyentes que asisten a las iglesias y no son salvos.
En el comienzo de la iglesia, el que creía, era bautizado y era agregado naturalmente al círculo de la comunión cristiana. Y nadie se animaba a juntarse con los salvos sino era verdaderamente un creyente. (Hechos 5:13) Además, los creyentes, pagaban cara la confesión de su fe, pues sufrían grandes persecuciones. Hoy en día en nuestro medio no sucede lo mismo y es fácil decir que uno es de Cristo, sin haberse convertido realmente de corazón, naciendo de nuevo.
Todo cristiano, naturalmente quiere que los suyos sean salvos, pero sucede, que muchas veces, al ver que se les predica y no cambian, se conforman con que al menos vayan a la iglesia, se bauticen y sigan una vida religiosa. ¡Esto es terrible! No podemos rebajar la fe cristiana a tal punto. Tener a los nuestros asistiendo e interviniendo en la vida de la Iglesia sin que realmente estén vinculados vitalmente con Cristo y siguiendo en sus pecados es algo terrible.
Invitarlos a las reuniones para que escuchen y se conviertan está perfecto. Pero, integrarlos a la comunión de la Iglesia, cuando aún necesitan nacer de nuevo, es un pecado gravísimo, pues es confundirlos tranquilizando sus conciencias estando aún perdidos.
Pensamientos para reflexionar