“¿Qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos?… Por lo cual, Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, Y no toquéis lo inmundo; Y yo os recibiré, Y seré para vosotros por Padre, Y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Corintios 6:1418)
Hay algo que no se quiere decir porque nadie lo quiere admitir, ni tampoco oír. Y es que nada de lo que hagan los cristianos será eficaz sino se mantiene el principio de separación del mal.
Dios es Santo y santificador. Él separa todo cuanto no puede estar junto. Su Palabra es santa y santifica mostrándonos lo que Dios no quiere (Juan 17:17) Y el Espíritu que ha puesto en nosotros y por el cual debemos ser dirigidos, es Santo. Por lo cual no hay forma de pensar que el cristiano pueda mantener su fuerza espiritual y obrar eficazmente si se mezcla con las cosas del mundo.
Obviamente, los creyentes no se tienen que aislar para vivir como ermitaños, pero sí, vivir separados de toda especie de mal (1 Tesalonicenses 5:22) Muchos piensan que desde donde se encuentran, no importa cuál sea el lugar, ellos son igualmente testigos fieles de Cristo y la gente al verlos como ciudadanos comunes iguales al resto, serán conducidos a conocer a Cristo. ¡Eso es un engaño! Un creyente sin separación del mal, es como la sal cuando pierde su sabor. Nuestro testimonio puede ser más o menos considerado, pero lo que convierte a las personas no es nuestro testimonio, es la Palabra accionada por el Espíritu Santo. Y si con nuestra conducta, contristamos la acción del Espíritu, no habrá fuerza de testimonio ni conversiones en nuestro entorno.
Continúa en la parte 2
Pensamientos para reflexionar