
“He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír” (Isaías 59:2)
“Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:22,23)
Entre los hombres y Dios hay una barrera que los separa y se llama: Pecado. El pecado hace separación entre Dios que es santo y el hombre pecador. Por eso, los hombres sin Cristo “están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23) Pues, nuestras iniquidades hacen separación (Isaías 59:2) Y esa barrera solamente es quitada, cuando el ser humano se convierte a Dios, creyendo en el Señor Jesús como su único y suficiente salvador.
No importa el mal que haya hecho, ni la cantidad de pecados cometidos. Todo aquel que con un corazón arrepentido va a los pies de Cristo para recibirlo, Dios lo recibe y perdona, deshaciendo esa barrera de separación. Cumpliendo lo que dijo: “Y los limpiaré de toda su maldad con que pecaron contra mí; y perdonaré todos sus pecados con que contra mí pecaron, y con qué contra mí se rebelaron” (Jeremías 33.8)
Todo aquel que recibe a Cristo pasa a ser un hijo de Dios para siempre y goza de la comunión con Él (Juan 1:12) Sin embargo, el pecado no cambia su condición de separante de Dios. Por eso, cuando quien peca es un creyente, igualmente el pecado se levanta como barrera, no cortando su relación filial, pues nunca un creyente deja de ser un hijo de Dios, ni pierde su salvación, pero sí, interrumpiendo su comunión y el gozo de la misma. (Salmo 51: 12)
Continúa en la parte (2)
Pensamientos para reflexionar