LA DISCIPLINA DEL PADRE

Cuentan que un hombre tenía tres hijos y vivía apaciblemente una vida piadosa, a pesar, que en su hogar, ya no estaba su esposa. Ella había fallecido, cuando el último de sus niños era muy pequeño, y el niño se había criado prácticamente sin conocerla.

Quizás, por ese motivo, el niño siempre fue objeto de los cuidados especiales de su padre y hermanos.

Al llegar a su juventud, el hijo menor empezó a vivir de una manera mundana. Sus amistades lo iban alejando cada vez más del  buen camino y de todas aquellas buenas costumbres que había recibido en su casa.

Su padre sufría al verlo así, apático para las cosas de Dios; pero no dejaba de orar volcando su corazón ante el Señor  cada día.

La conducta del joven no mejoraba, por el contrario, llegaba tarde por las noches y ya no compartía el culto familiar que acostumbraban a tener en familia.

Un día su padre tuvo que hablarle seriamente y le dijo:

-Hijo mío, tú sabes que te amo con todo mi corazón. Siempre fuiste el más consentido, pero ante Dios soy responsable de tu vida y me debes obedecer. Mientras estés a mi cuidado, y habitando esta casa, respetarás sus costumbres y guardarás el buen testimonio, cuidando  tu comportamiento.

No quiero que vuelvas más, como sueles hacerlo tan tarde por las noches. Cuando termines tus estudios, quiero que vengas directamente a casa. No quiero que te quedes más con tus amigos, y que regreses cuando ya todos estamos acostados.

La calle es peligrosa, tus amistades no son buenas, y en estas noches frías  hasta puedes enfermarte andando en la calle a esas horas de la noche. Debes volver a casa ni bien termines. Si no lo haces y me desobedeces una vez más, cuando llegues, no dormirás en tu cuarto, lo harás en el altillo, y te acostarás sin cenar. Así pasarás la noche y al día siguiente arreglaremos cuentas.-

El joven bajó su cabeza en señal de sumisión, pero la noche siguiente, bajo la insistencia de sus amigos, olvido las recomendaciones de su padre y nuevamente se retardó en su regreso.

Al llegar a su casa, entró sigilosamente, tratando de no hacer ruido, pero su padre estaba allí, esperándolo despierto, a pesar de que era una noche muy fría, y su padre que  sufría de reuma, en tiempos fríos como los de esa noche, estaba aquejado por fuertes dolores.

Al ver a su hijo, mil sentimientos cruzaron su alma, pero recordó la Palabra de Dios que dice: “El que detiene el castigo a su hijo aborrece, más el que lo ama desde temprano lo corrige” “Corrige a tu hijo y te dará descanso y dará alegría a tu alma” (Proverbios 13.23 y 29:17) Así que con pocas palabras le dijo.

-Te lo advertí, ve a dormir al altillo sin cenar, y mañana conversaremos-

El joven fue al altillo sin decir ni una palabra. El lugar no era muy cómodo, pues lo usaban para guardar cosas y como nadie entraba allí con frecuencia,  hacía mucho frío en ese lugar. Quejarse no podía, pues sabía que era responsable de esta situación y que bien merecido lo tenía, así que buscó hacerse lugar en el sofá, y taparse con lo que pudiese para poder  pasar esa noche.

Una vez acostado, pensaba en lo cómodo que podría haber estado en su cuarto de no haber sido desobediente y con esos pensamientos se quedó dormido.

A la mañana siguiente se despertó muy temprano deseando bajar a la cocina y prepararse para el desayuno al calor de la estufa; pero, al abrir la puerta, lo que vio lo dejó más helado que la noche fría que había pasado durmiendo en aquel sofá.

Vio a su padre, al costado de la puerta, durmiendo incómodamente en el piso. Al verlo se estremeció. Pensó en cuanto habrá sufrido su cuerpo enfermo en aquella  noche cruda de invierno. Su corazón compungido hizo que estallara en llanto;  y desesperado se echó sobre su padre llorando pidiéndole perdón con lágrimas de arrepentimiento.

Después de haber visto esa acción de su padre, que si bien fue duro en disciplinarlo, también sufrió juntamente con él en aquella experiencia penosa; manteniéndose cerca, a pesar de que él no lo viera, su corazón fue tocado y hasta recordó las palabras del evangelio que tantas veces escuchó de su padre, y recibió a Jesucristo. De allí en más, el hijo menor fue el gozo del padre.

¡Con cuanta razón dice la Palabra de Dios!: “Castiga tu hijo en tanto que hay esperanza, más no se apresure tu alma para destruirlo” (Proverbios 19:18)  A veces nos enfadamos y quisiéramos disciplinar y castigar con ira, y esto no da resultados “En la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Santiago 1:20). Pero la vara utilizada a la manera de Dios, quien sufre cuando nos ve equivocados, esa sí que es provechosa y él la utiliza para corregirnos.

Dios como un padre, a todo hijo que ama disciplina. Esa disciplina tiene un propósito, “para que participemos de su santidad” Ver Hebreos 12: 5 al 11

Tanto la  disciplina de Dios, como la disciplina de un padre terrenal a su hijo, es una forma de amor. Si se nos dejará sin disciplina, no sería  amor, sino simplemente  desinterés.

Lo que siempre debemos considerar es la manera como aplicarla. Hay una forma que es la de Dios, y hay una forma que es la del hombre. Por eso se nos enseña: “Y vosotros padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6: 4)

¿Cómo entender y poner en práctica de una manera correcta esas directivas de Dios?  Las personas que no conocen al Señor, esto que venimos diciendo,  lo toman como una recomendación relativa, ya que siempre tratarán de defender los supuestos derechos del niño,  priorizando el  cuidado que debemos tener para no cohibirlos, cortándole sus libertades. Pues entienden la disciplina, como una forma mala de sometimiento, y esa clase personas, piensan que lo bueno, es darles siempre a los hijos plena libertad de acción y elección.

Para otros, lo que dice la Palabra, lo toman asociándolo a las disciplinas humanas, y no dudarán en ser muy severos, hasta el punto de ridiculizar a sus propios hijos delante de los demás cuando se equivocan y deben ser corregidos; creyendo que de esa manera, aprenderán y no desobedecerán  nuevamente. Si pensamos con una mente espiritual, nos damos cuenta que  esas no son las formas de Dios.

Por eso se nos dice. “Y no los provoquéis a ira”  Hay disciplinas aplicadas en público que los provocarán a ira. Hay formas de disciplina,  que a los padres le hacen descargar sus nervios y desahogarse, pero a los niños no le hacen efecto, porque lo que  obró allí fue la ira del hombre y lo que causó, fue solamente dolor y más rebeldía.

Pero cuando el que castiga no lo hace con ira, sino con el dolor que le quiebra el alma; el que recibe la amonestación, es trabajado en su corazón. Dios jamás deja a un hijo sin disciplina, y así deben obrar los padres, pero ¡cuidado! Se debe disciplinar a la manera de Dios.

Toda forma de disciplina, tiene un propósito: Restaurar.

El propósito, no es en sí el castigo del que cometió tal acción, sino la de restaurarlo, para que  no vuelva a ocurrir,  y las relaciones que hayan sido interrumpidas por el pecado, vuelvan a su cause normal.

Dios no deja de ser un Dios de amor, aún cuando nos disciplina. Nosotros, no dejemos jamás de reflejar ese amor, cuando debamos poner en orden las cosas que están mal ante Sus ojos. A veces, debido el caso, se tendrá que obrar con mano de hierro, pero siempre, con guantes de seda. De esta manera, el Espíritu de Dios trabajará el alma de quien recibe la reprensión y éste como el salmista podrá decir: “Conozco oh Señor que tus juicios son justos y que conforme a tu fidelidad me afligiste. Sea ahora tu misericordia para consolarme” (Salmo 119:75-76)

LECTURA DE LA SEMANA

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