Cuentan que había un hombre que yacía en cama enfermo. Nada aliviaba su mal y sufría presintiendo su final. Alguien que vino a visitarlo, le habló de las virtudes de un gran doctor en medicina que visitaba la zona, el cual gozaba de una reputación excelente debido a sus conocimientos.
El enfermo pidió encarecidamente que lo trajeran, prometiendo pagar lo que fuese necesario.
El médico, vino y al examinar al paciente, notó que la enfermedad era grave y que por lo tanto, debían actuar de inmediato, sino el enfermo no pasaría de esa noche.
Le explicó al enfermo convaleciente su estado delicado y le dijo que a pesar de estar tan grave, existía un remedio que lo salvaría de la muerte. Pero, que el remedio debía tomarlo ese mismo día.
El enfermo, entre el miedo y el asombro rompió en llanto, agradeciéndole al médico su atención. Su corazón revivió al saber que a pesar de todo existía un remedio para su mal y enseguida brilló en él, una luz de esperanza.
El enfermo confiaba en la palabra del doctor y no dudaba que aquella medicina lo salvaría de la muerte.
Sin embargo, sucedió algo muy triste…A pesar de que le consiguieron la medicina y que el paciente había tomado tanto aliento sabiendo que sobreviviría; al día siguiente, lo encontraron muerto. ¿Qué había sucedido? Con pesar, comprobaron el gran descuido. Feliz al saber que había encontrado la solución, se tranquilizó y rendido por el cansancio se durmió, sin haber tomado el remedio que quedó sin abrir en su mesita luz.
. De esa manera, aquel que tuvo el remedio en sus manos, olvidó tomarlo y no hubo, luego, más oportunidad de poder hacerlo.
¡Qué increíble! ¡Qué descuido tan grande! Podrían decir muchos. Sin embargo, así pasa muchas veces con la salvación del alma.
No todos los que pasan a la eternidad sin haberse reconciliado con Dios, han sido personas manifiestamente ateas, ni rebeldes a todo lo que es de Dios.
Hay personas que dicen estar de acuerdo con las enseñanzas bíblicas que han escuchado. Dicen creer en Dios y en Jesús. Aceptan que la Biblia es la Palabra de Dios. Y sin embargo, sabiendo todo esto, no manifiestan la vida eterna. Porque, aunque dicen estar conformes con esta buena nueva de salvación, nunca la han tomado verdaderamente para sí mismos, permitiendo que ella produzca ese nuevo nacimiento, necesario para entrar en el reino de Dios.
Dicen estar de acuerdo con que en Cristo está la solución, como aquel hombre que confió en el remedio. Aceptan que son pecadores como el enfermo aceptó su triste diagnostico. No dudan de las virtudes de Cristo como tampoco aquel hombre dudó de la eficacia del medicamento. Pero dejan pasar la oportunidad sin haberlo tomado para sí mismos.
En el (Evangelio de Juan cap. 6: 47) el Señor Jesús declara: “El que creé en mi, tiene vida eterna” pero acto seguido se presenta como el pan de vida. Ese pan que es necesario comer para tener vida. Por eso encontramos en el (versículo 54 del mismo capítulo): “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” Esta porción de las Escrituras nos enseña que la salvación es pura y exclusivamente por fe. Que la fe, se manifiesta al creer, pero que éste creer que salva al pecador y da vida, implica la total aceptación de lo que Dios dice. Por lo tanto, aquel que recibe a Cristo en su corazón lo hace suyo, lo cual es equivalente a haber comido aquel pan de vida. Esta vida, la vida eterna, no se puede adquirir por otros medios ni en ningún otro nombre que no sea el de Jesús. (Hechos 4:12)
La Biblia dice: “Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo, el que tiene al Hijo tiene la vida” 1 Juan 5:11-12
No hay religión, ni iglesia, ni sacerdote, ni buenos comportamientos que podamos tener; ni sacrificios que puedan darnos la vida eterna. Esta vida está en el Hijo. Y para tener al Hijo, se requiere más que la mera aceptación de su existencia histórica, o la simple aceptación intelectual de lo que dice la Biblia con respecto al plan de Salvación de Dios. Se necesita recibirlo como el único y suficiente salvador personal. Para que esto suceda, Dios hace un trabajo en el alma de las personas, colocándolos delante de su luz, interviniendo por medio de Su Santo Espíritu para convencerlo de pecado, llevándolos al arrepentimiento para la aceptación por fe de la gracia que les es ofrecida a los pecadores. Así, se asimila personalmente la salvación, y esto lo que corresponde a comer el pan de vida.
En nuestros países, llamados generalmente “cristianizados” es muy común encontrar a personas que dicen ser creyentes. Y verdaderamente quizás lo son. Pero, una cosa es ser un creyente en Dios y otra muy distinta, es ser un creyente que acepta lo que Dios dice, y que por haber recibido su Palabra ha pasado de muerte a vida, pues esa palabra lo ha hecho aceptar a Cristo. Solamente los que han creído y recibo a Cristo tienen la vida. Esta clase de creyentes son los que han comido verdaderamente de aquel pan de Vida. Son, los que han tomado el remedio para sí mismos.
La historia del hombre enfermo, es una historia simple, pero solemne, y luego de haber recapacitado en lo que es verdaderamente una decisión tan transcendental, ya que es de vida o muerte; ahora, como aquel moribundo, nadie puede haber escuchado el mensaje de salvación y dejar para más tarde la decisión de aceptar a Cristo.
“He aquí AHORA, el tiempo aceptable, he aquí AHORA el día de salvación” 2 Corintios 6:2
Hay un hermoso cántico que dice:
¡Oh no rechaces la verdad! Tus ojos hoy abre a la luz
Renuncia a toda la maldad, y ven a Jesús
Tus ojos ya tal vez el sol, no volverán a contemplar;
De salvación el día es hoy, Oh ven sin tardar.
¡Oh! Ven sin tardar, ¡Oh!, ven sin tardar
Acepta a Jesús, y salvo serás.
Y otro muy hermoso que también declara:
Dios de tal manera al mundo amó, que su Hijo en la cruz nos dio
Pues todo aquel que cree, la vida eterna tiene en Él.
El todo aquel, de mi Salvador, confié que era para mí.
Y Él me salvó de mi maldad, desde que en él creí.
¡Oh sí! Es una verdad, lo que prometió nuestro Dios.
Lo creí, lo probé y estoy cierto, que es verdad, lo que El prometió.
Lectura de la semana