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“Todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento” (Isaías 64:6)
“Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23)
Pero, “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7)
“El Salvador Jesucristo se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio” (Tito 2:14)
Estas palabras son para considerar seriamente: “Aunque me lave con aguas de nieve, Y limpie mis manos con la limpieza misma. Aún me hundirás en el hoyo” (Job 9:30,31) También el profeta dice algo similar: “Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor” (Jeremías 2:22) Es imposible ser limpio de nuestros pecados mediante nuestros esfuerzos. Dios es Santo y puro y nosotros pecadores, y nada de lo que hagamos puede cambiar esa condición. No valen las buenas intenciones ni nuestra fuerza de voluntad. Nada de lo nuestro puede limpiar lo que hicimos.
Los hombres pueden considerar el pecado de distintas formas y pintarlos de diversos colores, diciendo: Este pecado es mayor que aquel y aquel es aún mayor que aquel otro… Pero para Dios todo lo que está mal, lo que es injusto, lo que no es conforme a su voluntad: es pecado y destituye para siempre de su presencia santa y gloriosa, siendo igualmente horrorosos.
Recordemos siempre que el pecado, se mide por la magnitud de la persona ante la cual se comete. Dios es un ser infinito, por lo tanto, como el pecado es primeramente hacia él, todo pecado tiene una dimensión infinita y solo se limpia con la sangre preciosa de Cristo, derramada en la cruz del calvario a nuestro favor. (1 Juan 1:7)
Pensamientos para reflexionar
