
Cuentan que había un rey que dominaba un vasto territorio, al que al parecer todo le iba bien. Sin embargo, ese rey, sentía una gran pena en su corazón; estaba enojado y enemistado con otro rey, con el cual siempre habían sido amigos.
Emprendió la lucha contra aquel rey, y lo derrotó, pero no lo mató, sino que para hacerlo sufrir por sus malas acciones, lo encadenó en el lugar más recóndito de su palacio.
El prisionero estaba bien asegurado en su celda, y el rey, iba a verlo constantemente para asegurarse de que allí estuviera, siguiendo el curso de sus padecimientos.
Entretenido en esto, pasaron los días, y aquel antiguo conquistador, ya no era el rey que había sido. Se había vuelto un hombre amargado que no disfrutaba lo que tenía, sino que estaba pendiente de su adversario, obsesionado con que pagara su culpa, sufriendo en aquel lugar solitario.
Un antiguo servidor de la corte, ya anciano, y respetado por su sabiduría, un día se presentó ante el rey, y le preguntó sobre sus ocupaciones, a lo que el rey contestó:
-Me encuentro muy ocupado con el prisionero-
El anciano le preguntó: -¿Con cuál prisionero?
El rey contestó: -Con el único que tengo, el que está encerrado en lo más recóndito de mi palacio-
El anciano, dijo:- Mi Señor el rey, no tome a mal lo que voy a decirle, pero creo que en lo más recóndito, no hay un prisionero, sino dos.
Allí se encuentra su antiguo amigo, y también, está usted encadenado al dolor y a los recuerdos del pasado sin poder avanzar. Muchas son las cosas que mi señor el rey podría seguir haciendo, sin embargo, detuvo su vida para ocuparse de alguien a quien todavía no ha podido perdonar, ni olvidar. Sin duda, su antiguo amigo estará sufriendo, pero, usted también sufre, pues nadie puede ser feliz viviendo como usted vive-
Al rey, al principio, no le gustaron esas palabras, pero, luego lo pensó bien, y dejó libre a aquel prisionero, liberándose también él mismo de la esclavitud.
En esta historia, encontramos reflejado lo que le sucede a mucha gente, que no pueden vivir feliz, pues en lo más recóndito de su corazón tienen un dolor oculto. Estas personas son víctimas del rencor, falta de perdón, o cosas, que simplemente no olvidan. Una y otra vez vienen a lo mismo. Sin darse cuenta, encuentran una especie de placer morboso en recordar aquello que los lastimó, y de esa manera, esclavizan a quien le hizo daño. esclavizándose también ellos mismos.
Aquel que no perdona, y por consiguiente, no olvida; esclaviza de alguna manera a quien lo agredió, <Lo esclaviza a la intranquilidad y al dolor del repudio> , pero también se esclaviza a sí mismo encerrándose en ese dolor que no le permitirá continuar su vida de una manera normal.
Las personas que no perdonan, no pueden vivir felices ni sentirse libres.
La palabra de Dios nos habla mucho sobre el perdón. Uno de los pasajes que nos tocan muy profundamente es:” Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32)
Para poder cumplir con estas exhortaciones debemos comprender lo que nos quieren decir, y conocer bien cómo Dios nos perdonó a nosotros en Cristo.
Primeramente, tengamos en cuenta, que si deseamos perdonar, así como fuimos perdonados por Dios, esto lo debemos hacer: En Cristo. Dios nos perdonó en Cristo, pues él, pagó por nuestros pecados. Nosotros, debemos perdonar teniendo en cuenta esa gracia de la que fuimos objetos, y además tomar esa frase “en Cristo” para recordar que en Adán, jamás podremos perdonar efectivamente. En Adán, el corazón natural del hombre deseará venganza y pedirá juicio, deseando ver el castigo; sin embargo desde nuestra nueva posición en Cristo, seremos benevolentes, recordando que nosotros también merecíamos el implacable castigo divino, y sin embargo, fuimos perdonados.
Y ahora bien, podemos preguntarnos: ¿Cómo nos perdonó Dios a nosotros en Cristo?
Esto nos hará recordar que Dios nos perdonó completamente, y no en parte. “A vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz”(Colosenses 2:13,14) Por lo tanto, nuestro perdón no puede ser parcial, sino total. Aquellos que dicen: <Yo puedo perdonar que me haya robado, pero que haya mentido de esa manera, jamás> En realidad no están perdonando como Dios quiere. Él nos perdonó TODOS los pecados y no solamente algunos.
Otro gran detalle del perdón de Dios, es que Dios perdona y olvida. “Porque seré propicio a sus injusticias, Y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” “añade: Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 8:12 y 10:17) Teniendo en cuenta estos versículos, no deberían existir frases tales como: <Yo perdono, pero no olvido>
Recordemos también que, cuando Dios nos perdonó, no fuimos nosotros, los que tomamos la iniciativa. Ninguno de nosotros, estando muertos en nuestros delitos y pecados pudo buscar a Dios por su propia cuenta, y pedirle que lo perdonara, o le sugirió algún plan de salvación. Ésta “Salvación tan Grande” salió del corazón de Dios. Él lo sintió así, lo llevó a cabo en Cristo, y lo manifestó a todos. Algunas personas dicen lo siguiente: <Yo podré perdonar recién en el momento en el que la persona que pecó contra mí, venga arrepentido, y me lo pida con un corazón quebrantado> Ante esto, ¡tengamos cuidado! Dios nos perdonó y anuló el acta que nos era contraría clavándola en la cruz, cuando su Santo Hijo Jesús, estaba allí colgado en la cruz del calvario. El Señor Jesús pagó por nuestros pecados y exclamó: “Cumplido está” (Juan 19:30) En ese momento, nadie estaba pidiéndole perdón. Él, derramó su sangre preciosa en expiación por el pecado y Dios quedó satisfecho. Luego de esto, él mandó “que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones” (Lucas 24:47) Por lo tanto, cuando las personas se arrepentían, eran perdonadas, con un perdón que ya estaba en el corazón de Dios.
Esto nos hace pensar, que cuando alguien nos ha lastimado de alguna manera pecando contra nosotros, lo debemos perdonar en nuestro corazón inmediatamente, así como hemos sido perdonados en Cristo. Bien es cierto, que en ese momento, no le podremos manifestar el perdón a la persona que ha pecado, pues si lo haríamos, sería perjudicial para su alma, pero, el perdón estará en nuestro corazón, y no nos afectará. Llegará el momento, en que nos encontraremos con la persona en cuestión, para hablar sobre el caso y le haremos ver su pecado, o la persona misma volverá arrepentida reconociendo su falta; y allí, será la oportunidad de perdonarlo, o expresarle el perdón que en nuestro corazón ya sentíamos.
Esto, no es como como muchos piensan: Perdonar recién en el momento, que la persona que ha pecado contra mí, viene a pedirme perdón. Si obráramos así, todo el tiempo que esperamos que eso acontezca, nuestro corazón quedará con una carga de amargura que traería siempre consecuencias negativas.
Por este motivo la Palabra de Dios nos enseña: “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados” (Hebreos 12:15) Exhortándonos también con estas palabras: “Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno” (Marcos 11:25) Porque “si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:15)
LECTURA DE LA SEMANA