“Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmo 51:17)
“Él mira sobre los hombres; y al que dijere: Pequé, y pervertí lo recto, Y no me ha aprovechado, Dios redimirá…” (Job 33:27.28)
“Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Salmo 32:5)
La Palabra enseña que el pecado acarrea condenación, pero que Cristo murió por nuestros pecados. Por eso, los pecados que puede cometer el creyente que deja que su naturaleza pecaminosa se manifieste, interrumpen su comunión con Dios y el disfrute del gozo de su salvación. (Salmo 51: 12) pero no lo vuelve a colocar bajo la condenación eterna.
Por eso, la Biblia enseña que cuando un creyente peca, debe confesar su pecado. Confesar es volcar el corazón delante de Dios, reconociendo lo que se ha hecho mal. Es más profundo que pedir simplemente perdón, porque es la manifestación de un corazón que siente que ha ofendido a Dios, y se lo dice a través de una oración sincera no justificando nada. Y escrito está: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9)
Al confesar el pecado, la comunión se restaura, y el gozo vuelve al corazón del creyente.
Si el que pecó, es un cristiano renacido, pedir perdón a Dios, en el sentido de que se lo perdone por medio de Cristo, es algo que Dios ya lo hizo.
La otra postura: La de pecar, y decir, “Oh Señor perdóname”, y listo, es algo poco profundo. Ante quien peca, Dios espera una confesión franca, y una confesión es un reconocimiento pleno que solo puede hacer un corazón arrepentido.
Pensamientos para reflexionar