“En el día que temo, Yo en ti confío… Mis huidas tú has contado; Pon mis lágrimas en tu redoma; ¿No están ellas en tu libro?… Esto sé, que Dios está por mí” (Salmo 56:3,8 y 9)
“Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán” (Salmo 126:5)
¡Cuántas lágrimas derrama una madre por sus hijos! Lágrimas que Dios ve y tiene en cuenta. (Salmo 56:8)
Cuentan que Mónica de Hipona, madre de Agustín de Hipona, (Escritor y teólogo cristiano del siglo IV) Afligía su corazón al ver a su joven hijo Agustín perdido en el pecado. Y en su angustia, oraba incesantemente con lágrimas por su conversión. Alrededor de los 17 años de Agustín, este se dirigió a Milán, para estudiar retórica. Mónica lo siguió secretamente, y se encontró con Ambrosio, obispo de Milán, para que convenciera a Agustín y lo llevara al evangelio. Cuando Ambrosio supo de la abnegación de esa madre y conoció sus lágrimas, le dijo que fuera en paz, aconsejándole que siguiera orando por Agustín, con la certeza de que no se perdería el hijo de tantas lágrimas. Al poco tiempo, Agustín se convirtió y llegó a ser un servidor del Señor.
Todos tenemos en cierta medida a un Agustín en nuestros afectos. Oremos intensamente por ellos, pero oremos con lágrimas. A veces, como padres, viendo el descarrío de nuestros hijos pensamos que lo mejor es no contradecirlos y hacemos como los padres de Sansón que le dijeron que no estaba obrando bien, pero descendieron con él (Jueces 14:1-5) Reconvengamos a nuestros hijos si están en el error, y oremos por ellos con lágrimas, que “la oración eficaz del justo puede mucho” (Santiago 5:16)
Pensamientos para reflexionar