“A ti…te he puesto por atalaya… y oirás la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte. Cuando yo dijere al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que se aparte de él, y él no se apartare de su camino, él morirá por su pecado, pero tú libraste tu vida” (Ezequiel 33:7-9)
En tiempos bíblicos, en las ciudades había torres con vigilantes, llamados atalayas que observaban para advertir los ataques de los demás pueblos. Dios, aplica esa misión en el sentido espiritual, utilizando a sus profetas para que advirtieran a las personas a obedecer la Palabra de Dios y salvar sus vidas.
Los creyentes, en esta dispensación, también somos atalayas. Por ser hijos de Dios Estamos situados en un lugar de privilegio espiritual, pues vemos y sabemos lo que los demás no ven ni conocen, y debemos advertirle al resto que el fin se acerca y necesitan imperiosamente reconciliarse con Dios.
Lamentablemente, muchas veces por temor a quedar mal, por timidez, o por no estar preparados espiritualmente en ese momento, callamos cuando debemos testificar ante quienes necesitan ser avisados.
Oremos a Dios y tomemos conciencia que necesitamos dar el mensaje. Decirle a los que nos rodean que, por su corazón no arrepentido, atesoran ira para el día de la ira y del justo juicio de Dios (Romanos 2:5) Que ya viene Cristo, y que todo aquel que no lo haya recibido creyendo en él como Salvador se perderá eternamente.
Pablo predicó y lo llenó todo con el evangelio. (Hechos 15:19) No rehusándose a comunicarles todo el consejo de Dios. Por eso pudo decir: “libre estoy de la sangre de todos” (Hechos 20:26)
Tomemos ejemplo, y desde nuestro humilde lugar, anunciémosles el evangelio a los nuestros.
Pensamientos para reflexionar