“Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Salmo 32:5)
Al desoír las enseñanzas de Dios, el hombre peca, y el pecado hace que el alma se angustie, inquiete y hastíe; y que la persona se altere y violente contra todo lo que no está de acuerdo.
¿Cómo limpiar el alma del pecado que logra interrumpir la comunión con Dios, haciéndonos infelices?
Hay una forma muy simple, pero que requiere de un gran ejercicio de corazón: Es la confesión.
Para limpiar algo sucio, necesitamos agua. Para limpiarnos mediante la confesión, también necesitamos del lavamiento del agua por la Palabra. (Efesios 5:26)
La Palabra es la que nos redarguye. Es decir, la que da vuelta todos los argumentos que presentemos para justificarnos, y nos convence de que estuvimos mal; para que dejemos de pensar que tuvimos razón, intentando justificar por ello nuestras actitudes.
Una vez así, convencidos de nuestro mal proceder, la palabra nos muestra que debemos confesarle todo al Señor. Al hacerlo, la paz vuelve a reinar en nuestro corazón. Porque “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9)
De lo contrario, seguiremos en la turbación de espíritu, tristes, amargados, nerviosos e irritables. Consumiéndonos por dentro como el Salmista que dijo: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos En mi gemir todo el día” Salmo 32.3)
Recordemos: Donde hay pecado siempre hay perturbación.
Pensamientos para reflexionar