“¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Lucas 13:34)
“Llamé, y no quisisteis oír, Extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, Sino que desechasteis todo consejo mío Y mi reprensión no quisisteis” (Proverbios 1:24,25)
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8)
La fe no es algo intrínseco en el hombre, no está en su esencia. La fe es don de Dios. El hombre dejado a su arbitrio, no busca a Dios, ni busca el bien, sino que se precipita a la perdición, porque está corrompido completamente por el pecado que lo domina. Por eso Dios, para que los hombres sean salvos, los busca, los llama, los despierta del sueño espiritual en el que se encuentran aletargados, y los coloca bajo la iluminación del Espíritu Santo y de la Palabra de vida, para, finalmente, presentarles al Salvador, su Hijo Jesucristo. Quienes, en esos momentos, cierran sus oídos, manifestando una voluntad activa para salir de esa luz y del trabajo de Dios que se está ejecutando en ellos que debe conducirlos al reconocimiento de lo que son, al arrepentimiento de sus pecados y a aceptar a Cristo como su único salvador, se pierden. Pero se pierden, porque rehúsan creer, no porque hayan nacido sin fe y Dios no se las haya querido proveer.
El hombre muerto en sus pecados, tiene la facultad para rechazar a Dios, pero no tiene la facultad para buscar a Dios por iniciativa propia. Para eso necesita que se efectúe en él, el trabajo divino, pues mediante ese trabajo, terminará reconociendo que es un pecador perdido y aceptando a Cristo, con una fe que no es algo con lo cual nació.
Pensamientos para reflexionar