
“Y (Jesús) estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44)
“Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente” (Hebreos 5:7)
El Señor Jesús en el Getsemaní padeció cosas insondables e indescriptibles para nuestra comprensión. Él, el santo de Dios como hombre sujeto a la voluntad del Padre, se encontró en aquel lugar frente a la inmensidad de los horrores del pecado que el mismo Satanás le presentaba, para hacerlo salir del camino de la obediencia divina.
¿Cómo podríamos comprender nosotros, personas que nacemos con el pecado (Salmo 51:5) Habituados a hacer el mal (Jeremías 13:23) lo que sintió el alma santa del Señor cuando se le presentaba el horror de ser hecho pecado por nosotros? ¿Cómo podríamos comprender nosotros que continuamente interrumpimos la comunión con Dios, saber lo que sentiría el Señor, quien jamás tuvo la más ligera sombra que se interpusiera en su comunión íntima con el Padre, frente al hecho de sufrir la separación y el desamparo?
En la cruz, nuestro Señor, sufrió lo inimaginable. No solamente por las torturas físicas tremendas que padeció en su cuerpo, sino al ser separado de Dios cargando con nuestro pecado.
Satanás, que salió a tentarlo cuando comenzaba su ministerio, volvió al ataque cuando se encaminaba a la cruz, para hacerlo retroceder, presentándole los tormentos de la cruz. Pero el Señor, a pesar de todo, se levantó luego de la agonía del combate, para seguir el camino de la obediencia perfecta, siendo fiel hasta la muerte y muerte de cruz.
Pensamientos para reflexionar