“Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Romanos 2:5)
“Mirad… que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo” (Hebreos 3:12)
“Por lo cual, como dice el Espíritu Santo: Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones (Hebreos 3:7,8)
Dios nos hizo perfectos, sin embargo, desde la introducción del pecado en el mundo, y como consecuencia de eso, nuestro cuerpo sufre alteraciones. Por ejemplo: Los médicos especialistas, pueden darse cuenta enseguida viendo un electrocardiograma, si se trata del corazón de una persona hipertensa, por signos que denotan engrosamiento del corazón. De la misma manera, los oftalmólogos, detectan rápidamente en las personas mayores los casos de presbicia, que es una anomalía que consiste en la imposibilidad de ver objetos de cerca debido a la rigidez del cristalino. Así, podríamos multiplicar ejemplos de cosas que con el tiempo van cambiando en nosotros y dejan una huella visible.
En el sentido espiritual pasa algo similar. Por ejemplo, Un niño todo lo cree, todo lo acepta… Pero luego ese niño crece. El desengaño, las malas experiencias, la constante enseñanza de que, para cuidarse en la vida, todo debe pensarse con malicia; endurecen su corazón y lo hacen descreído. Luego cuando se le presenta el evangelio, ya no hay un corazón receptivo como cuando niño, sino desconfiado y una atracción por las cosas del mundo y para lo pecaminoso que hace que cada vez que Dios se dirija a su corazón, él lo cierre y endurezca, no queriendo cambiar.
Cuando más se endurece un corazón, peor es. La semilla del evangelio no penetra en un corazón duro de incredulidad e impide la obra de salvación.
Continúa en la parte II
Pensamientos para reflexionar