En la Biblia encontramos la historia de personas eminentes por su fe. Hombres como Abraham, José, Moisés, David, Daniel… Al pensar en ellos, por lo general, los vemos, olvidando que eran hombres “sujetos a pasiones como las nuestras” (Santiago 5:17) Pensamos que de alguna manera, ellos tuvieron algún privilegio especial donde radicara el secreto del éxito espiritual.
Sin embargo, no fue así. Ellos brillan en los estantes de la galería de la fe, no por haber tenido privilegios especiales, sino por haberse mantenido en fidelidad. Por haberse guardado en comunión con su Dios, y en la fe, aún en las circunstancias más difíciles.
Todos ellos, pasaron por momentos de grandes pruebas, y podemos decir que encontramos en ellos un común denominador que los preservó del mal. Por eso creemos conveniente, meditar un poco en algunos detalles de la vida de estos grandes hombres de fe, para aprender a guardarnos nosotros también “considerando el resultado de su conducta, e imitando su fe” (Hebreos 13:7)
El común denominador, que encontramos en el obrar de la fe, de todos estos hombres, es el que en algún momento o circunstancia de sus vidas, supieron rehusar lo que no era de Dios. Rehusaron lo que los haría sucumbir, o debilitaría su fe y testimonio, llevándolos a pecar. En fin, rehusaron aquellas cosas, ante las cuales, debemos confesar con humillación, que, generalmente, nosotros, tropezamos y llevamos el daño, por no discernir en ellas, al tentador, que viene astutamente disfrazado para hacernos mal.
Según el diccionario, Rehusar, es desechar, repudiar, desestimar, rechazar, esquivar…
Y recordando la vida de los hombres mencionados, vemos que todos ellos en algún momento, obraron de esa manera con lo que no era de Dios.
Pensemos en Abraham, quien habiendo sido llamado por Dios, sale con su sobrino Lot, pero llegan a un punto donde deben separarse. Lot eligió habitar en las ciudades de la llanura, extendiéndose hasta Sodoma, donde sus moradores eran hombres malos y pecadores contra Jehová en gran manera (Génesis 13:13) Abraham acampó en tierra de Canaán, esperándolo todo de Dios. En poco tiempo, Lot y los habitantes de Sodoma y Gomorra fueron atacados por una confabulación de reyes, quienes los vencieron y llevaron cautivos. Abraham, enterado de lo sucedido, juntó a sus hombres y fue a libertar a su sobrino y a las demás gente. Habiéndolo prosperado Dios, logró su objetivo, y al volver de aquella batalla, se encontró con el rey de Sodoma, que, agradecido, le hizo un ofrecimiento generoso a Abraham “Dame las personas y toma para ti los bienes” (Génesis 14:21)
Sodoma, es una ciudad que prefigura al mundo en su corrupción, y su rey es una figura típica de Satanás, príncipe de este mundo, quien siempre desea las almas.
“Dame las personas, y toma para ti los bienes” suele decir a los oídos cándidos, de quienes por el bienestar económico y la prosperidad, descuidan a las personas que están a su cargo. Abraham rehúsa, y dice: “nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a Abram” (Génesis 14:23) Quien lo espera todo de Dios, no quiere que el príncipe de este mundo lo enriquezca con sus bienes.
¿Seríamos capaces de actuar de la misma manera? Quizás, encontraríamos en ocasiones así, motivos para decir que Dios nos está bendiciendo, sin embargo, Abraham tiene las cosas claras, y rehúsa ser enriquecido por el rey de Sodoma, no tomando nada para sí. Él, finalmente, será enriquecido por su Dios, en quien tiene su fe y esperanza.
Pensemos también en José. Un joven puro, lleno de sueños. Con una vida feliz junto a su familia, quien, de repente, experimenta el rechazo de sus hermanos y su traición, de una manera, que debió haberle quebrantado el alma. Vendido como un esclavo, llevado a una tierra extraña, sirviendo en medio de personas que no conocían a su Dios. Allí, en medio de tantas pruebas para su fe, podía haber declinado en su fidelidad, y caído en pecado, cuando, como nos cuenta el relato bíblico, la esposa de Potifar, capitán de la guardia egipcia, puso sus ojos en él, y le pidió que durmiera con ella.
La Biblia nos dice que José era un joven de hermoso semblante y bella presencia, y que se encontraba sirviendo en la casa de Potifar, quien lo había comprado como siervo. José había hallado gracia a los ojos de su amo, y se le había confiado todo en su mano. Así que, teniendo tales privilegios, podría haber sacado provecho de eso, pero José se negó. Rehusó. Y aunque terminó en la cárcel por la mentira dicha por la mujer de su amo, conservó su pureza y fidelidad.
Si leemos esto, en el libro de Génesis cap. 39, vemos en el vers. 8 algo de mucha importancia. Se nos dice: y “Él no quiso” Algo fundamental para darle fuerza a su resistencia. Él supo decir: “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios? (V.9) Pero esto lo sostuvo como una convicción en su corazón, porque él no quiso pecar. Huyó y salió. A los ojos humanos se vio perjudicado, pero ante Dios salió victorioso.
Una cosa, es saber que no debemos hacer ciertas cosas, pero, otra muy distinta, es saberlo, y además, no querer hacerlo por fidelidad a Dios. José, no quiso, no importa que excusas le susurrara el enemigo como justificativo. Él rehusó.
Tenemos también el caso de Moisés de quien se nos dice “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (Hebreos 11:24 al 26) O el caso de David, que se negó, cuando, estando presto, para enfrentar al gigante Goliat; Saúl, quiso vestirlo con sus ropas de guerra, y “Dijo David a Saúl: Yo no puedo andar con esto, porque nunca lo practiqué. Y David echó de sí aquellas cosas” (1 Samuel 17:39)
O el tal conocido caso de Daniel, quien “propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía; pidió, por tanto, al jefe de los eunucos que no se le obligase a contaminarse” (Daniel 1:8)
Si analizamos bien estos casos, veremos que todos tuvieron que rehusar algo que a simple vista, podría haber parecido útil y beneficioso, o que, en algunos casos, no eran cosas, que parecieran tan perniciosas, como para desecharlas. Sin embargo, ellos, comprendieron que esas cosas iban a tener consecuencias en sus vidas de fe.
Moisés no utilizó sus privilegios para defender al pueblo de Dios con el cual se identificó. Sino que rehusó negar su origen hebreo. ¿Hubiéramos sido capaces de actuar de la misma manera? Moisés podría haber pensado que era Dios que lo condujo al palacio de Faraón. Que en todo eso había un propósito, y que al fin y al cabo, sin separarse de aquel pueblo, podría servir a Dios de una mejor manera a favor de sus hermanos. Pero no. Rehusó. Porque la fe no pone esas excusas, de hacerse al mundo para ganar al mundo, cuando en realidad, muchas veces, lo que sienten quienes dicen así, es un atractivo muy grande por las cosas que están en el mundo, y no desean separarse de ellas, atraídos por la vanidad de la vida, y la gloria de los hombres.
David, por su parte, siendo muy joven, tuvo una fe tan grande, que fue superior a los hombres de guerra que tenía Saúl. Él no le temió al gigante, sino que se apoyó en su Dios. La carne, por su lado, no puede quedarse inactiva, y siempre quiere actuar ayudando en la obra de Dios. Esa actitud de la carne, la vemos manifiesta en Saúl, que quiso proteger a David con ropas de guerra. David, respetuoso del rey, probó andar con eso, pero manifestó que serían inútiles. Él nunca las había usado, y no las necesitaba. “echó de sí aquellas cosas”
¡Qué el Señor, nos dé siempre las fuerzas, para desechar las armas carnales en las batallas de la fe! Dios no necesita ser ayudado. La gloria es solamente suya.
Y pensando en la actitud de Daniel, vemos también como en distintos tiempos y situaciones, la fe siempre actúa de manera similar. Muchos han encontrado en Daniel el aliento para pensar, y decir que los hijos de Dios debemos involucrarnos más en política y en las cosas terrenales, como si Daniel hubiera elegido estar allí en la cautividad. Daniel, fue llevado cautivo, obviamente, contra su voluntad, y a pesar de ser eso una experiencia muy difícil de comprender, jamás perdió la fe ni la confianza en su Dios. Hubo un deseo en su corazón, y fue la de guardarse fiel, no contaminándose con la comida ni la bebida del rey. Esto, primeramente, como tantas veces hemos escuchado, era debido a que todos aquellos manjares delicados, eran ofrecidos a los ídolos de aquella gente sin conocimiento. Pero en el sentido espiritual, podemos mirar aún más allá, y aplicar esa determinación, para que siempre sepamos cuidar lo que nos alimente. Es decir, que lo que nos llene; no sea lo que llena al mundo que desconoce a nuestro Señor, ni nuestro gozo, su gozo.
El vino, en la Biblia, es una figura del gozo, pero del gozo de las cosas terrenales, pues, la vid es una planta que nace, crece y se nutre de la tierra. Por ello la exhortación: “No os embraguéis con vino, antes bien sed llenos del Espíritu Santo” (Efesios 5:18)
Este contraste, es el que nuestro Señor espera ver en nosotros, y el que experimentó Daniel a través de toda su vida. No se embriagó con el vino de este mundo, ni con su gloria y sus atractivos, antes bien, estaba lleno del Espíritu Santo. De esto dieron testimonio los que lo rodeaban. “En tí mora el Espíritu de los dioses santos”
¡Qué el testimonio de estos hombres de fe, nos ilumine, para saber rehusar todo aquello que no provenga de Dios, y que en nuestra vida, en todas nuestras acciones, sea el Señor glorificado grandemente!
Lectura de la semana